martes, 12 de febrero de 2013

Servicios de atención telefónica

El hombre se dispone a leer el periódico digital y a consultar el correo y Twitter, pero se da cuenta de que no puede hacer ninguna de estas cosas porque se ha quedado sin conexión a Internet. Llama al proveedor del servicio y una telefonista le explica que tiene un recibo sin pagar. “El mes pasado llamé para cambiar la domiciliación”, dice el hombre. “¿Si había un problema por qué no me habéis avisado en lugar de cortarme el servicio?”. La telefonista responde que no tienen obligación legal de hacerlo. El hombre, molesto, abona el recibo pendiente y pregunta cuándo se restablecerá la conexión. Le aseguran que en veinticuatro horas como mucho.

El usuario ante su primera llamada al teléfono de atención al cliente



Al principio, cuando sólo han transcurrido treinta y seis horas y sólo ha tenido que llamar dos veces más a su proveedor telefónico, el hombre todavía es capaz de reconocer que este alejamiento forzoso de Internet le está aportando cosas positivas. Ha vuelto a leer libros en papel, por ejemplo. Y el infernal bucle de consultas a periódicos digitales, blogs, emails y redes sociales, un rito que cada vez le absorbía más y más tiempo, se ha roto con un resultado sorprendente: el hombre ha salido a la calle por primera vez en una semana, ha visto la luz del sol y ha saludado a su mujer y a sus hijos. De pronto es consciente de algo que hasta ahora sólo intuía: mantenerse lejos de su insaciable avatar del mundo digital le ha permitido regresar, aunque sea por unas horas, a su lado humano. Filósofos, pensadores y monjes budistas celebrarían satisfechos su evolución.


-¿Quiere oír nuestra oferta? ADSL, router wifi y lobotomía por 9,95+IVA. ¡Sin permanencia! 



Sin embargo, noventa y seis horas sin Internet más tarde, al hombre -cómo decirlo suavemente- comienza a importarle una mierda todas estas ideas humanistas. El hombre sólo quiere que le arreglen su conexión a Internet, y ahora mismo está tan enfadado que no tendría inconveniente en partirle la cara al sonriente filósofo que viniera a darle lecciones sobre el nimio valor de lo virtual frente a lo real. De modo que vuelve a llamar a su proveedor de Internet y escucha medio minuto de insufrible música pop hasta que un nuevo telefonista le pregunta en qué puede ayudarle. El hombre está alterado: dos venas muy gordas le palpitan a un lado y otro de la cabeza, así que se pone a gritar. Grita para decirles que les va a denunciar a la oficina de consumo, grita para preguntarles si van a devolverle el importe de los cuatro días que lleva sin servicio, y grita para exigirles que arreglen el problema en menos de tres horas o la próxima vez se dará de baja sin más miramientos. El telefonista no se inmuta. La conexión se restablecerá en breve, dice imperturbable. El hombre ya no sabe qué más decir o hacer. Cuelga el teléfono. Se sienta. Ojalá pudiera tuitear lo que le está ocurriendo.


-Por favor, ¡les repito que yo no quiero ningún teléfono fijo!



Epílogo.

Horas más tarde un hombre llamó a su proveedor de Internet para darse de baja del servicio. La telefonista le preguntó cuál era el motivo de su decisión y el hombre dijo: “Sólo quiero darme de baja, nada más”. La telefonista le informó de que su llamada iba a ser transferida a otro departamento. Transcurrieron unos segundos. Esta vez la música de fondo no fue un irritante estribillo pop sino una delicada música medieval, bella y cadenciosa, que le transportó a un mundo de cabelleros y princesas, dragones y prodigios. Terminada la melodía, una voz retumbante, que bien podría haber sido la del anciano y sabio rey de un reino fabuloso, preguntó: “¿Quién eres y qué quieres?”. “Me llamo Arturo y quiero darme de baja”, respondió el hombre ligeramente intimidado. “Muy bien, Arturo”, dijo la voz. “Debes saber que otros antes que tú lo intentaron, y que otros después de ti lo intentarán. Grande es la recompensa para los que logren el objetivo, aunque una terrible vergüenza se abatirá sobre quienes desfallezcan”. Arturo quiso decir algo, preguntar a qué se estaba refiriendo, pero la temible voz del rey mítico lo mandó callar. “¡Silencio! Abre tus oídos, Arturo, y escucha con atención. Pues en el filo de los Acantilados de la Tristeza, en el extremo más lejano de las tierras de Allende, crece una hermosa y rara flor llamada Lucilvia. Su belleza es legendaria. Los pocos que la han visto afirman que contemplarla encoge el corazón. Lamentablemente, sólo permanece abierta unas pocas horas al año durante el primer día de primavera. Bien, Arturo. ¿Quieres darte de baja de nuestro servicio de ADSL? Entonces tráenos un ejemplar de Lucilvia. Sólo así te dejaremos marchar. ¿Lo has entendido?”. Arturo dijo que sí.



Arturo, trepando por los Acantilados de la Tristeza en busca de la flor

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