martes, 5 de marzo de 2013

La prueba

Avanzaba por la galería, apenas iluminado por un tenue resplandor. En su cabeza resonaban aún las advertencias pronunciadas por la comitiva que le había acompañado hasta la mitad del camino. Las había escuchado a su espalda, como una confusión de voces, cuando ellos se habían detenido al pie del camino y él había comenzado a marchar solo, por la empinada ladera, hacia la Puerta: Sé amable con ellos. No hables hasta que te pregunten. Nunca les hagas enfadar. Luego, una última voz que no reconoció, intentando infundirle algo de ánimo pero consiguiendo el efecto contrario, había gritado detrás de él: “¡No olvides las reglas! Quizá así tengas suerte”. El camino hasta la entrada de piedra había sido corto. Al franquear el umbral, el portalón se había cerrado tras de él con un sordo arrastrarse de engranajes y poleas y él había quedado plantado en la semipenumbra de un larguísimo corredor. Apretando los puños, había comenzado a caminar hacia la pálida lucecita que titilaba a lo lejos.




¿Cuánto tiempo había transcurrido desde entonces? Para su imaginación desbocada, mucho más de lo soportable. Los corredores eran todos idénticos y al poco de atravesar los primeros diez o doce había empezado a confundirlos. Sus recuerdos del mundo soleado y despreocupado del exterior también se habían ido tornando lejanos y borrosos, hasta el punto de que a ratos tenía la impresión de que sólo correspondían a historias que alguien le había contado alguna vez. Me estoy volviendo loco, se dijo, y asustado ante la posibilidad de olvidar quién era y por qué estaba allí, aceleró su paso, adentrándose en el oscuro corazón del edificio.

Al poco oyó un rumor de voces. Provenían de la sala que tenía justo delante. Sintió a su estómago encogerse de miedo y hubo de reprimir una arcada. Pensó en dar la vuelta y escapar como muchos otros habían hecho antes que él, pero, al recordar que ninguno de esos pobres desgraciados lo había logrado, tomó aire, dio un paso al frente y entró en la sala. Ante sus ojos apareció una vasta estancia iluminada por el resplandor plateado de las lámparas que colgaban de las paredes. Ellos estaban al fondo.




Eran cinco y se hallaban reclinados en sendos tronos de oro y terciopelo rojo. El más imponente de todos dominaba la sala desde el asiento central y escrutaba al recién llegado con una mirada calculadora y cruel. Los otros cuatro se mostraban subordinados a la autoridad del primero, y, tal vez porque eran algo cortos de vista, se habían inclinado para estudiar al joven que acababa de entrar en la sala.
––Te estábamos esperando –anunció uno de esos cuatro.
––¿Estás preparado? –preguntó su compañero.
––Más le vale –dijo el tercero.
––¡Con el último no tuvimos compasión! –añadió otro, y los cuatro juntos celebraron la ocurrencia con grandes risotadas.
El terror lo atenazó. Se vio a sí mismo como a un niño, un niño pequeño que acaba de encontrar a su Hombre del Saco, y supo que el miedo no le dejaría hablar. Quiso huir. Pero sus piernas eran como estacas clavadas al suelo, y, contra su voluntad, se oyó a sí mismo decir:
––Estoy preparado.
El más poderoso de los cinco señores, el del trono central, se dignó a hablar con él por primera vez. Extendió la mano, y, con una voz de pito sorprendentemente ridícula, dijo:
––Comienza, pues.
El doctorando se aclaró la garganta, miró uno por uno a los cinco miembros del tribunal y comenzó a defender su tesis.

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